El Análisis de Ciclo de Vida no debe plantearse como un informe de final de proyecto: es una herramienta para diseñar mejor.
Durante los últimos años, el término Análisis de Ciclo de Vida —ACV o LCA en inglés— ha ganado presencia en el sector de la edificación, impulsado por las normativas europeas, las certificaciones ambientales y los compromisos de descarbonización. Sin embargo, persiste una confusión generalizada: muchos agentes siguen considerando el ACV como un entregable final, un requisito documental que debe adjuntarse para cumplir con un estándar. En realidad, su valor más profundo reside en concebirlo y aplicarlo como una herramienta de diseño, que nos ayuda a identificar ámbitos de mejora y a aplicarlos —en la medida de lo posible— mientras aún sea posible.
El ACV, definido por la norma ISO 14040:2006 y desarrollado en la ISO 14044:2006, es una metodología estandarizada que permite cuantificar los impactos ambientales asociados a un producto, proceso o edificio, desde la extracción de materias primas hasta su fin de vida. En el ámbito de la construcción, este enfoque se concreta en la norma europea EN 15978:2011, que establece el método de cálculo para evaluar el desempeño ambiental de los edificios y ordena el ciclo de vida en las siguientes fases: extracción y producción (A1–A3), construcción (A4–A5), uso y mantenimiento (B1–B7) y desmantelamiento o fin de vida (C1–C4), además de los potenciales beneficios más allá del sistema recogidos en la fase D. El marco normativo se completa con la EN 15804:2012+A2:2019, que regula las Declaraciones Ambientales de Producto (EPD) utilizadas como fuente primaria de datos para los materiales; la EN 15643-1:2021, que define el marco de evaluación de la sostenibilidad global de las obras; y la EN 15942:2022, que armoniza la comunicación de los datos de ACV entre fabricantes, proyectistas y verificadores. A su vez, la Comisión Europea ha consolidado este enfoque mediante el marco Level(s) (European Framework for Sustainable Buildings, 2021), que unifica los criterios y la metodología para generar y comparar indicadores ambientales, sociales y de circularidad, y a través del Reglamento (UE) 2020/852 —conocido como Taxonomía Europea para la Financiación Sostenible—, que establece los parámetros por los que una actividad puede considerarse sostenible y exige evidencias verificables, entre ellas el propio ACV.
En este contexto, el ACV no debería entenderse como una auditoría final, sino como un proceso dinámico de aprendizaje y mejora continua, un trayecto que acompaña todo el proceso de diseño y se prolonga hasta la fase de obra. Su valor real emerge cuando se aplica desde las primeras etapas, momento en el que las decisiones sobre materiales, sistemas constructivos o soluciones energéticas aún pueden modificarse significativamente y alterar el impacto global del edificio. Cuando se utiliza así, el ACV deja de ser un ejercicio contable para convertirse en una herramienta estratégica de proyecto, capaz de orientar las decisiones de arquitectura e ingeniería hacia escenarios de menor huella ambiental y mayor coherencia con los objetivos de descarbonización. Y todo ello con la necesaria complicidad del promotor, que debe comprender y asumir que algunas decisiones pueden suponer un ligero incremento de coste, pero también un incremento de valor a largo plazo.
El problema es que, en la práctica, el ACV se sigue aplicando con frecuencia —demasiada— como una auditoría a posteriori, cuando el proyecto ya está definido o incluso construido. En esos casos, la herramienta pierde su capacidad transformadora: los impactos ya se han producido y el ACV se convierte en un espejo que refleja lo que podría haberse evitado. Lo relevante no es el informe que se entrega, sino el proceso de conocimiento que genera.
Integrar el ACV desde el inicio permite comparar alternativas de diseño, cuantificar cómo cada decisión modifica los impactos y los costes, y actuar como un justificador empírico de las elecciones de materiales o sistemas. Es, en realidad, un lenguaje común entre proyectistas, promotores, operadores y auditores. En proyectos en los que el ACV se ha implementado de forma temprana —como los que siguen los esquemas BREEAM, DGNB o Level(s)— se han alcanzado reducciones de hasta un 40 % de las emisiones de carbono asociadas al ciclo de vida completo del edificio. Un 40 % menos de emisiones respecto a la idea inicial: una cifra que deberíamos repetir tantas veces como fuera necesario para entender su trascendencia y su capacidad de transformación.
Su utilidad se extiende también a la fase de obra, cuando surgen modificaciones o sustituciones de materiales. En esos casos, el uso del ACV de forma dinámica permite evaluar el impacto de cada cambio y mantener la coherencia con los objetivos ambientales iniciales. Se convierte así en una brújula, en un cuaderno de bitácora, tan necesario para la gestión ambiental como lo son el cronograma para los plazos o el presupuesto para los costes.
Además, la información que genera un ACV bien planteado puede integrarse directamente en los sistemas de reporte ambiental exigidos por la Taxonomía Europea, los criterios ESG o los indicadores del marco Level(s). El ACV ofrece una base técnica, objetiva y verificable sobre la cual reportar el desempeño de un proyecto en materia de mitigación, eficiencia de recursos y economía circular.
El UK Green Building Council, en su Whole Life Carbon Roadmap (2021), recuerda que más del 80 % de las emisiones totales de un edificio se determinan en la fase de diseño. Esto significa que la capacidad de mejora se desvanece a medida que el proyecto avanza. Aplicar el ACV desde el principio no es, por tanto, una cuestión de cumplimiento, sino de inteligencia de proyecto: la manera más eficaz y más rentable de reducir impactos antes de que existan, de anticipar decisiones y de documentar beneficios reales.
Por eso, el sector debe evolucionar de una mentalidad documentalista hacia una visión operativa del ACV. No basta con entregar un informe al final; es necesario trabajar con la herramienta durante todo el proceso. El ACV no es un producto que se entrega, sino un proceso que se acompaña. Su función no es cerrar un expediente, sino abrir una conversación técnica sobre cómo construir mejor.
La madurez ambiental del sector dependerá, en buena medida, de que promotores, técnicos y administraciones entiendan esta diferencia. Si seguimos considerando el ACV como un trámite, seguirá siendo un documento útil pero estéril. Si lo asumimos como una herramienta de proyecto, se convertirá en un instrumento de transformación real, capaz de orientar cada decisión hacia una arquitectura más consciente, más medible y más responsable.
Porque, al final, el ACV no es la fotografía del impacto: es la cámara con la que decidimos dónde enfocar.
Ricard Santamaría
Socio Director de HAUS HEALTHY BUILDINGS